TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 28 de marzo de 2015

29 DE MARZO, DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR



“BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR…”

"Benedictus, qui venit in nomine Domini..." (Mt21, 9; cf. Sal 118, 26).

     Al escuchar estas palabras, llega hasta nosotros el eco del entusiasmo con el que los habitantes de Jerusalén acogieron a Jesús para la fiesta de la Pascua. Las volvemos a escuchar cada vez que durante la misa cantamos el Sanctus. Después de decir:  "Pleni sunt coeli et terra gloria tua", añadimos:  "Benedictus qui venit in nomine Domini. Hosanna in excelsis".
     En este himno, cuya primera parte está tomada del profeta Isaías (cf. Is 6, 3), se exalta a Dios "tres veces santo". Se prosigue, luego, en la segunda, expresando la alegría y la acción de gracias de la asamblea por el cumplimiento de las promesas mesiánicas: "Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo!".
     Nuestro pensamiento va, naturalmente, al pueblo de la Alianza, que, durante siglos y generaciones, vivió a la espera del Mesías. Algunos creyeron ver en Juan Bautista a aquel en quien se cumplían las promesas. Pero, como sabemos, a la pregunta explícita sobre su posible identidad mesiánica, el Precursor respondió con una clara negación, remitiendo a Jesús a cuantos le preguntaban.
     El convencimiento de que los tiempos mesiánicos ya habían llegado fue creciendo en el pueblo, primero por el testimonio del Bautista y después gracias a las palabras y a los signos realizados por Jesús y, de modo especial, a causa de la resurrección de Lázaro, que se produjo algunos días antes de la entrada en Jerusalén, de la que habla el evangelio de hoy. Por eso la muchedumbre, cuando Jesús llega a la ciudad montado en un asno, lo acoge con una explosión de alegría:

"Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo!"

     Los ritos del domingo de Ramos reflejan el júbilo del pueblo que espera al Mesías, pero, al mismo tiempo, se caracterizan como liturgia "de pasión" en sentido pleno. En efecto, nos abren la perspectiva del drama ya inminente, que acabamos de revivir en la narración del evangelista san Marcos. También las otras lecturas nos introducen en el misterio de la pasión y muerte del Señor. Las palabras del profeta Isaías, a quien algunos consideran casi como un evangelista de la antigua Alianza, nos presentan la imagen de un condenado flagelado y abofeteado (cf. Is 50, 6). El estribillo del Salmo responsorial: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", nos permite contemplar la agonía de Jesús en la cruz (cf. Mc 15, 34).     Sin embargo, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura, nos introduce en el análisis más profundo del misterio pascual: Jesús, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6-8).
     En la austera liturgia del Viernes Santo volveremos a escuchar estas palabras, que prosiguen así: "Por eso Dios lo exaltó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11).
     La humillación y la exaltación: esta es la clave para comprender el misterio pascual; ésta es la clave para penetrar en la admirable economía de Dios, que se realiza en los acontecimientos de la Pascua… “Por nosotros Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó”. ¡Qué cercanas a nuestra existencia están estas palabras!
  …Cristo, con su entrada en Jerusalén, comienza el camino de amor y de dolor de la cruz. Contempladlo con renovado impulso de fe. ¡Seguidlo! Él no promete una felicidad ilusoria; al contrario, para que logréis la auténtica madurez humana y espiritual, os invita a seguir su ejemplo exigente, haciendo vuestras sus comprometedoras elecciones.
     María, la fiel discípula del Señor, os acompañe en este itinerario de conversión y progresiva intimidad con su Hijo divino, quien, “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y cargó con nuestras culpas para redimirnos con su sangre derramada en la cruz. Sí, por nosotros Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
“¡Gloria y alabanza a ti, oh Cristo!”.
San Juan Pablo II, pp





DIOS NOS RECREA EN EL AMOR




       Este domingo comenzamos la Semana Santa, un tiempo lleno de hermosas experiencias y numerosos avisos del ejemplar y fiel amor entregado de Nuestro Señor. Cristo vuelve a ser aclamado a la entrada de Jerusalén, quizás seas tú uno de los que está gritando: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!", pero entre los asistentes habían también quienes preguntaban: "¿Quién es este?" No todo el mundo le rechazó, que no faltaron los que le confesaban: "¡Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea!". El relato de la pasión nos sobrecoge y nos va a preparar para la contemplación reposada de los sufrimientos del Hijo de Dios. Nuestro Señor entró en Jerusalén entre los gritos de alabanza de unos, la indiferencia e ignorancia de otros y la confesión de fe de los creyentes... A este nuevo Domingo de Ramos, ya le traemos a Cristo su cruz, son nuestros pecados los que cargará sobre sus hombros, nuestros pecados de indiferencia y de falta de misericordia.
     En medio de aquel alboroto, que supuso la entrada en Jerusalén, lo único que le importaba a Jesús era hacer la voluntad del Padre: "Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Heb 10, 5-7). Esta era su intención, lo había repetido muchas veces a los discípulos: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34). Jesús vive de la voluntad del Padre. Este es su alimento. En este día tenemos que decidirnos a imitar a Cristo y aceptar nuestras cruces, cargarlas sobre nuestros hombros y entrar en Jerusalén. La cruz es signo de contradicción, de duda, de fracaso. Aparentemente es el hundimiento de Jesús en el reino de la muerte. Pero para el creyente, su muerte es la señal luminosa de vida, de entrega, de victoria. ¡Aquí tenemos el verdadero rostro de Dios! Desde la cruz de Cristo, Dios es compañero del hombre hasta la muerte.
     Dios da la cara por nosotros, no se esconde, está siempre a nuestro lado, calla y acepta sufrir hasta el final, vencerá a la violencia con el amor y mostrará el valor de la unidad saliendo al encuentro de nuestras divisiones con el perdón. La historia más impresionante del mundo pasará delante de nuestros ojos en estos días, pero precisará un corazón sencillo y humilde para saber leer la Palabra que Dios nos regala. Pero es necesario poner las condiciones para vivir en Semana Santa: participa en los sacramentos, lee con atención la Palabra de Dios, guarda silencio, no dejes la oración y practica la caridad. Te aseguro que distinguirás la voz de Dios con claridad y nitidez. Al terminar esta semana entenderás cómo la humanidad ha salido recreada por el amor de Dios, cómo Cristo pagó por nosotros y ha iniciado la humanidad salvada. Dejemos que la Pasión de Cristo nos penetre con su fuerza.
+ José Manuel Lorca Planes-Obispo de Cartagena

domingo, 22 de marzo de 2015

DOMINGO 22 DE MARZO, 5º DE CUARESMA



« EL GRANO DE TRIGO MUERE Y DA MUCHO FRUTO…»

Queridos hermanos y hermanas:
      En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. "Señor —le dijeron—, queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos "fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12, 22).
     En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es judío y pagano, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.
     A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico: "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista: "Decía esto para significar de qué muerte iba a morir" (Jn 12, 33). La cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
     Muy oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo partícipes de su victoria.
     El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con un "grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto", como dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.
     Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a cuánto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. "Ahora —confiesa— mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?" (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir: "Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida". En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión. Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: "Padre, glorifica tu nombre" (Jn12, 28). Con esto quiere decir: "Acepto la cruz", en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina…
     Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: "Si alguno me quiere servir, sígame". No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su vocación.
     Es la "ley" de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la "lógica" de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12, 25). "Odiar" la propia vida es una expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse….
     Como exhortaba san Agustín en una homilía pascual, "Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó; vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre; que no se apegue aquí nuestro corazón, sino que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue colgado de un madero; crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro; sepultados con él, olvidemos las cosas pasadas. Está sentado en el cielo; traslademos nuestros deseos a las cosas supremas" (Discurso 229, D, 1).
     Oremos para que todos aquellos con quienes nos encontremos perciban siempre en nuestros gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y consoladora de su Rostro.



Benedicto XVI, pp emérito