TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 25 de julio de 2015

DOMINGO 26 DE JULIO, 17º DEL TIEMPO ORDINARIO



« ¿CON QUÉ COMPRAREMOS PAN…? »



     Ante la multitud que le había seguido desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo discurso en el que se revela al mundo como el verdadero pan de vida bajado del cielo (cfr. Jn 6,41).
     Hemos oído la narración evangélica: con cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero éstos, no comprendiendo la profundidad del signo en el cual se habían visto envueltos, están convencidos de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su misión, Jesús se retira, completamente solo, a la montaña.
     También nosotros hemos seguido a Jesús. Pero podemos y debemos preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre ha saciado, o con una actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así -pero con más evidencia- como Moisés, que en el desierto había quitado el hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así -y también con más evidencia- como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se manifiesta hoy a nosotros, como quien es capaz de saciar para siempre el hambre de nuestro corazón: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed (Jn 6,35).
     El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. ¡Debemos estar hambrientos de Dios!, exclamaba San Agustín. ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!
     Este pan, del que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: Tomad y comed todos de él; porque éste es mi Cuerpo que será entregado por vosotros. Con el sacramento del pan eucarístico -afirma el Concilio Vaticano II- se presenta y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cfr. 1 Cor 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de Él venimos, por Él vivimos, hacia Él estamos dirigidos (Lumen Gentium 3).
     El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4; Dt 8,3). Indudablemente también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cfr. 2 Sam 7,28; 1 Cor 17,26); es recta (Sal 33,4); es estable y permanece para siempre (cfr. Sal 119,89; 1 Pe 1,25)
     Debemos ponernos continuamente en religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de pensar y de obrar; conocerla, mediante la asidua lectura y personal meditación. Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras día, en toda nuestra conducta. 
     Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.
     El camino de nuestra vida, trazado por el amor providencial de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da el pan del cielo (cfr. Jn 6,32), para ser aliviados en nuestra peregrinación por la tierra. 
     Quiero concluir con un pasaje de San Agustín, que sintetiza admirablemente cuanto hemos meditado: Se comprende muy bien... que tu Eucaristía sea alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la vida buena... La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo, se os reparte, es también pan cotidiano. 

San. Juan Pablo II, pp.



      EL VALOR DE LA ANCIANIDAD


Amadísimos hermanos y hermanas:

… la tradición, que se remonta al evangelio apócrifo de Santiago, venera a San Joaquín y Santa Ana, como padres de la santísima Virgen María. Esta circunstancia me impulsa a decir algunas palabras sobre la ancianidad y su valor…
   La así llamada «tercera edad» es, ante todo, un valor en sí, por el hecho de la vida que se prolonga, y la vida es don de Dios. Además, es portadora de «talentos» peculiares, gracias al patrimonio de experiencias, conocimientos y enseñanzas que atesora el anciano. Por eso, en todas las culturas la ancianidad es sinónimo de sabiduría y equilibrio. Con su misma presencia, la persona anciana recuerda a todos, y en especial a los jóvenes, que la vida en la tierra es una «parábola», con su comienzo y su fin: para alcanzar su plenitud, ha de referirse a valores sólidos y profundos, no efímeros y superficiales.
   En las sociedades con un gran desarrollo industrial y tecnológico, la condición de los ancianos es ambivalente: por una parte, están cada vez menos integrados en el entramado familiar y social; pero, por otra, su papel se vuelve cada vez más importante, sobre todo para el cuidado y la educación de los nietos. En efecto, los matrimonios jóvenes encuentran en los «abuelos» una ayuda a menudo indispensable.
   Así pues, por un lado, el anciano es marginado, y, por otro, es buscado. Todo esto muestra el desequilibrio típico de un modelo social dominado por la economía y el lucro, que tiende a perjudicar a las clases «no productivas», considerando a las personas más por su utilidad que por sí mismas.
En el umbral del Nuevo Testamento, precisamente san Joaquín y santa Ana preparan la venida del Mesías, acogiendo a María como don de Dios y ofreciéndola al mundo como inmaculada «arca de la salvación». A su vez, según el evangelio apócrifo de Santiago, luego son acogidos y venerados por la Sagrada Familia de Nazaret, que se convierte así en modelo de amorosa asistencia con respecto ellos.
   Imploro a san Joaquín y a santa Ana y, sobre todo, a su excelsa Hija, la Madre del Salvador, inteligencia de amor para los ancianos, a fin de que en nuestra sociedad «la familia sepa conservar, revelar y comunicar el amor» (cf. Familiaris consortio, 17).
Oración:
     Señor, Dios de nuestros padres, tú concediste a san Joaquín y a santa Ana la gracia de traer a este mundo a la Madre de tu Hijo; concédenos, por la plegaria de estos santos, la salvación que has prometido a tu pueblo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
San Juan Pablo II, pp.

viernes, 24 de julio de 2015



Las obras de misericordia espirituales y corporales.
(III)
     Con la mejor buena voluntad y con la mejor preparación para resolver algún asunto, ningún ser humano está libre de cometer errores, y errores que pueden causar mucho daño a él, a su familia, a los demás.
“Corregir al que yerra”.

     Para corregir necesitamos querer de verdad a los demás. No es fácil corregir con serenidad y con paz, y dando ánimos, sin humillar al que se ha equivocado. Hemos de tener paciencia con todos, no tomar a la ligera ni sus errores ni sus equivocaciones. Para corregir necesitamos la humildad de quien sabe que también él puede cometer los mismos fallos que quiere corregir en los demás.
     Todos sabemos que no es fácil ayudar a alguien para que se corrija. “Yo también tengo mis pecados”, podemos pensar. ¿Quién me manda a mí meterme en lo que hacen los demás? “Sus razones tendrá para actuar así”, y muchas otros pensamientos semejantes nos pueden impedir de hacer el bien a alguien. Y, además, sabemos que no todas las personas están dispuestas a reconocer sus errores. No importa. Con cariño, siempre podemos decir a un amigo que no haga trampas, que trabaje pensando más en los demás, que estudie más, que dé limosna a esa anciana pobre que os encontráis de vez en cuando, que vaya a Misa contigo.
     Si no olvidamos que todos los hombres somos hijos de Dios, que todos somos hermanos, que todos tenemos como Madre a la Virgen María, saldremos de nuestro egoísmo y de nuestro individualismo; y pensaremos, y rezaremos más por los que nos rodean. Y entonces tendremos no sólo la fortaleza para corregir, sino también la alegría de hacerlo, aunque nos cueste, aunque pensemos que puede recibir mal la corrección.
     “Quien bien te quiere, te hará llorar”, nos recuerda la sabiduría popular. Y es verdad. Porque quien ama se preocupa del bien de la persona amada, de su bien espiritual, de su bien personal, de su bien social. Así nos han corregido nuestros padres en los primeros pasos de la infancia, de la adolescencia, de la juventud, y toda la vida se lo hemos agradecido. Ellos sabían que una buena corrección en el momento oportuno era el mejor servicio que su amor nos podía hacer.
     “El amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo que, si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo ser caritativo con él y, ante todo, hablarle personalmente, haciéndole presente que lo que ha dicho o hecho no es bueno. Este modo de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a la ofensa sufrida, sino que surge del amor al hermano. (Benedicto XVI, 4-IX-2011).
     Y para vivir bien este mandato del Señor, podemos seguir el consejo que nos da san Josemaría: “Cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas” (Forja, 455)
Perdonar las injurias”.
     Esta obra de misericordia va muy unida a la anterior. Hemos considerado la necesidad de corregir a quien nos ofende por el mal que se hace a sí mismo. Ahora, la obra de misericordia que nos pide nuestra Fe y Caridad, es perdonar la ofensa recibida y pedir perdón si es necesario, para ayudarle a que se dé cuenta del mal que se ha hecho a sí mismo, y para que también él pida perdón. “Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano” (Mt 18. 15)
     Ante alguna injuria recibida podemos hacer la misma pregunta que san Pedro hizo al Señor:
   “Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt. 18, 21).
     Perdonar no es sólo pasar por alto alguna injuria que hayamos recibido, o no devolver mal por mal. Perdonar lleva hasta rezar por quienes nos injurian, por quienes quieren hacernos mal.
     Muchas personas pueden tratarnos mal en muchos momentos de nuestra vida, y hacerlo de mil variadas maneras. Porque no nos dan lo que nos corresponde; porque hablan mal de nosotros; porque nos calumnian; porque no tienen en consideración lo que hacemos por ellos; porque no valoran ni nuestro esfuerzo, ni nuestro trabajo, ni siquiera nuestro buen espíritu de servicio, etc.
     Quizá nuestra primera reacción ante una injuria sea la de devolver mal por mal, para que se nos tenga en cuenta, y señalar nuestra valía y dejar claros nuestros talentos. No es ese el modo de actuar que el Señor espera de un cristiano, de una persona que tiene Fe en Él, de una persona que se sabe hijo de Dios.
     Si antes la obra de misericordia estaba en corregir al hermano que nos había ofendido, para que no siguiera haciendo el mal, ahora la obra de misericordia es arrancar de nuestra alma cualquier rencor contra el hermano, y rechazar cualquier deseo de devolver mal por mal.
     Cristo, clavado en la Cruz para redimirnos de nuestros pecados, nos da una lección muy viva de perdonar. Él perdona todas las injurias que recibe, y nosotros hemos de aprender de Él a perdonar también. Perdonar es una acción muy cristiana, que te llenará de alegría cada vez que la hagas; y al que te ha hecho mal, le darás la alegría de saberse perdonado. Y si te cuesta mucho perdonar, acuérdate de Jesucristo que, en la Cruz, pidió a Dios Padre que perdonara a todos los que le estaban crucificando. Nunca guardes rencor a nadie.
Cuestionario
¿Corrijo con amabilidad y humildad cuando es necesario, consciente de que yo puedo caer en los mismos pecados, en los mismos errores?
¿Perdono de todo corazón, o doy muchas vueltas en la cabeza a los agravios que me hacen?
¿Rezo al Señor por las personas a las que corrijo, y por las que me corrigen a mí?