TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

viernes, 26 de agosto de 2016

DOMINGO 28 DE AGOSTO, 22º DEL TIEMPO ORDINARIO


CADA HOMBRE ES UN INVITADO


     La liturgia de hoy -y sobre todo el Evangelio- nos dice a cada uno, a cada hombre, que es “invitado”. A lo largo de la historia se ha tratado de distintos modos -y se trata actualmente- de expresar la verdad sobre el hombre, y de dar una respuesta a esta pregunta: ¿Quién es el hombre?
     Cristo llama al hombre “el invitado” y lo manifiesta directamente en algunas parábolas e indirectamente en todo el Evangelio. El hombre es un “invitado” por Dios. No sólo ha sido llamado a la existencia como todas las demás criaturas del mundo visible, sino que desde el primer momento de su existencia y para todo el tiempo de su vida terrena, ha sido invitado; invitado a un “banquete”, o sea, a la intimidad y comunión con el mismo Dios, más allá del ámbito de esta existencia terrena.
     Esta invitación es decisiva por lo que respecta a la dimensión cabal de la vida humana. Al aceptar el hecho de ser “invitado”, el hombre vuelve a encontrar la verdad plena sobre sí. Y descubre asimismo su puesto justo entre los demás hombres. En esto consiste el significado fundamental de la humildad de que habla Cristo en el Evangelio de hoy, cuando recomienda a los invitados a la “boda” que no ocupen el primer puesto, sino el último, en espera del puesto definitivo que les señalará el amo. "En esta parábola está oculto un principio fundamental, o sea, que para descubrir que ser hombre significa ser invitado, es necesario dejarse guiar por la humildad. El juicio desatinado sobre sí mismo ofusca en el hombre lo que está inscrito profundamente en su humildad, es decir el misterio de la invitación que viene de Dios
San Juan Pablo II, pp


ADORACIÓN Y PIEDAD

 EUCARÍSTICA

    Uno de los momentos más intensos del Sínodo fue cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San Pedro para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea de los Obispos quiso llamar la atención, y no sólo con palabras, sobre la importancia de la relación intrínseca entre celebración eucarística y adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra uno de los elementos decisivos del camino eclesial realizado tras la renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos».
     En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros».
     Por tanto, juntamente con la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria. A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
     Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo así fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los individuos y de las comunidades.
     La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria.
Benedicto XVI, pp emérito
 Exhortación «Sacramentum caritatis», nn. 66-68