Espiritualidad Católica como fuente testimonial. Tras el reconocimiento de nuestro carisma cristiano, buscamos ser consecuentes y por lo tanto expandir el Evangelio de Cristo en nuestra sociedad.
TIEMPOS LITURGICOS
sábado, 29 de octubre de 2016
DOMINGO 30 DE OCTUBRE, 31º DEL TIEMPO ORDINARIO
«…HOY TENGO QUE ALOJARME EN TU CASA»
El Evangelio de este domingo nos llena de una serena
esperanza. Jesús
no ha venido para el regalo fácil, para el aplauso falaz y
la lisonja barata de los que están en el recinto seguro, sino más bien “ha venido a buscar y a salvar lo que
estaba perdido”. Aquella sociedad judía había hecho una
clasificación cerrada de los que valían y de los que no. Jesús romperá ese
elenco maldito, ante el escándalo de los hipócritas, y será frecuente verle
tratar con los que estaban condenados a toda marginación: enfermos,
extranjeros, prostitutas y publicanos. Era la gente que por estar perdida, Él
había venido precisamente a buscar. Concretamente Zaqueo, tenía en su contra
que era rico y jefe de publicanos, con una profesión que le hacía odioso ante
el pueblo y con una riqueza de dudosa adquisición.
Jesús como
Pastor bueno que busca una oveja perdida, o
una dracma extraviada, buscará también a este Zaqueo, y le llamará por su
nombre para hospedarse en su casa: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.
Lucas emplea en su evangelio más veces este adverbio, hoy: cuando comienza su ministerio público (“hoy se cumple esta
escritura que acabáis de oír” –Lc 4,16-22–), y cuando esté con
Dimas, el buen ladrón, en el calvario (“te
aseguro que hoy
estarás conmigo en el Paraíso” Lc 23,43).
El odio hacia Zaqueo, el señalamiento que
murmura, condena y envidia... no sirvieron para transformar a este hombre tan
bajito como aprovechón. Bastó una mirada distinta en su vida, fue suficiente
que alguien le llamase por su nombre con amor, y entrase en su casa sin
intereses lucrativos, para que este hombre cambiase, para que volviese a
empezar arreglando sus desaguisados.
La oscuridad no se aclara denunciando su
tenebrosidad, sino poniendo un poco de luz. Es lo que hizo Jesús en esa casa y
en esa vida. Y Zaqueo comprendió, pudo ver su error, su mentira y su
injusticia, a la luz de esa Presencia diferente. La
luz misericordiosa de Jesús, provocó en Zaqueo el cambio
que no habían podido obtener los odios y acusaciones sobre este hombre. Fue su hoy,
su tiempo de salvación.
¿Podremos hacer escuchar en nuestro mundo
esa voz de Alguien que nos llama por nuestro nombre, sin usarnos ni
manipularnos, sin echarnos más tierra encima, sin señalar inútilmente todas las
zonas oscuras de nuestra sociedad y de nuestras vidas personales, sino
sencillamente poniendo luz en ellas? Quiera el Señor visitar también hoy la casa de este mundo y de esta humanidad. Será el
milagro de volver a empezar para quienes le acojamos, como Zaqueo.
+ Jesús Sanz Montes,
ofm-Arzobispo de Oviedo
viernes, 28 de octubre de 2016
REFLEXIONES DE NUESTRO OBISPO
NADA HAY MÁS NECESARIO PARA EL BIEN COMÚN Y LA
SOCIEDAD QUE LA SANTIDAD
Nos
acercamos a la festividad de Todos
los Santos. Celebramos
en esta gran solemnidad el triunfo de Cristo y de la gracia sobre el pecado y
la muerte en tantas almas que, en virtud de Su Sangre redentora, han sido
dignas de participar de la gloria de Cristo Resucitado. ¿Tienen los santos algo
que ver conmigo?
Nos puede parecer una celebración ajena a
nuestras vidas si no nos damos cuenta de que se trata de la meta para la cual
hemos sido creados. Sí, estamos en esta tierra nada más que de paso, en camino
hacia la Patria del cielo. Hemos sido creados por puro don de la infinita
bondad de Dios y no tenemos otro fin que Dios mismo, el
Único en quien la criatura humana encuentra su plenitud.
Que celebremos a continuación el Día de los Fieles Difuntos, pidiendo por su
purificación para que puedan gozar del gozo de Dios, es el contraste perfecto
para comprender nuestra vida a la
luz de la eternidad y
percibir el valor que tiene vivir aquí en el amor de Dios y haciendo su
voluntad.
A algunos la santidad les parece algo
irreal, un privilegio de pocos, pero que de ninguna manera les concierne –una
buena excusa para
seguir viviendo con mediocridad, o según los
criterios del mundo, abocados a los bienes de esta tierra, sin tomarse de una
vez por todas en serio la vida cristiana-. Pero ciertamente se trata de una
excusa no válida. El Señor nos pide ser santos. Dice: «Sed santos para
mí, porque yo, el Señor, soy Santo» (Lev
20, 26), «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial» (Mt
5, 48), “Sed misericordiosos, como el Padre es
misericordioso” (Lc
6,36). Se trata, pues, de una llamada
universal, como indica el Concilio Vaticano II en el
capítulo V de la Constitución Lumen
Gentium. Todos los hombres estamos llamados a la perfección
evangélica, a santificarnos por una conformidad amorosa con la voluntad de
Dios. Esto es lo único necesario y lo que debiera ocuparnos continuamente, por
lo que hemos de comprender que nada hay tan útil para nuestra
felicidad, y para el bien de los que nos rodean, y de toda la sociedad, y
tener así la plena confianza de que Dios nos da su gracia para vivirlo con
perfección.
En nuestro tiempo se necesitan santos, testigos
del amor de Dios, que gasten su vida amando
de verdad, con verdadera experiencia de fe, como auténticos discípulos de
Cristo en el mundo, aunque no pocos le den la espalda o le dejen. Confiemos en
que no habrá de faltarnos el auxilio de la gracia, que nos precede, nos
sostiene y nos acompaña en todas nuestras luchas.
+ Rafael Zornoza – Obispo de Cádiz y Ceuta
Santa y piadosa es la idea
de rezar por los muertos
¿Qué es el hombre para que te ocupes de él? Un gran misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande, exiguo y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy sepultado, y con Cristo debo resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo.
¿Qué es el hombre para que te ocupes de él? Un gran misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande, exiguo y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy sepultado, y con Cristo debo resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo.
Esto es
lo que significa nuestro gran misterio;
esto lo que Dios nos ha concedido, y, para que nosotros lo alcancemos, quiso
hacerse hombre; quiso ser pobre, para levantar así la carne postrada y dar la
incolumidad al hombre que él mismo había creado a su imagen; así todos
nosotros llegamos a ser uno en Cristo, pues él ha querido que todos nosotros
lleguemos a ser aquello mismo que él es con toda perfección; así entre
nosotros ya no hay distinción
entre hombres y mujeres,
bárbaros y escitas, esclavos y libres, es decir, no queda ya ningún residuo ni
discriminación de la carne, sino que brilla sólo en nosotros la imagen de Dios,
por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza estamos plasmados
y hechos, para que nos reconozcamos siempre como hechura suya.
¡Ojalá
alcancemos un día aquello que esperamos de la gran magnificencia y benignidad
de nuestro Dios! Él pide cosas insignificantes y promete, en
cambio, grandes dones, tanto en este mundo como en el futuro, a quienes lo aman sinceramente. Sufrámoslo, pues, todo por Él y aguantémoslo todo esperando en Él; démosle gracias por todo (él sabe ciertamente
que, con frecuencia, nuestros sufrimientos son un instrumento de salvación); encomendémosle
nuestras vidas y las de aquellos que, habiendo vivido en otro tiempo con nosotros,
nos han precedido ya en la morada eterna.
¡Señor y hacedor de todo, y especialmente del ser
humano! ¡Dios, Padre y guía de los hombres que creaste! ¡Árbitro de la vida y de la muerte! ¡Guardián y
bienhechor de nuestras almas! ¡Tú que lo realizas todo en su momento oportuno
y, por tu Verbo, vas llevando a su fin todas las cosas según la sublimidad de
aquella sabiduría tuya que todo lo sabe y todo lo penetra!...
…Dígnate también, Señor, velar por nuestra vida,
mientras moramos en este mundo,
y, cuando nos llegue el momento de dejarlo, haz que lleguemos a ti
preparados por el temor que tuvimos de ofenderte, aunque no ciertamente
poseídos de terror. No permitas, Señor, que en la hora de nuestra
muerte, desesperados
y sin acordarnos de ti, nos
sintamos como arrancados y expulsados de este mundo, como
suele acontecer con los hombres que viven entregados a los placeres de esta
vida, sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos,
lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien sea la gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
San Gregorio
Nacianceno (Sermones)
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