MAYO
2017
«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Al
final de su Evangelio, Mateo cuenta los últimos acontecimientos de la vida
terrena de Jesús. Él ha
resucitado y ha llevado a cumplimiento su misión: anunciar el amor
regenerador de Dios por cada criatura y volver a abrir el camino a la
fraternidad en la historia de los hombres. Para Mateo, Jesús es el Dios con
nosotros, el Enmanuel prometido por los profetas y esperado por el pueblo de
Israel.
Antes de volver al Padre, Él reúne a los discípulos con
quienes había compartido más de cerca su misión, y les encomienda que prolonguen su obra en el tiempo. ¡Una
empresa ardua! Pero Jesús los tranquiliza: no los deja solos; es más, promete estar con ellos todos
los días para sostenerlos, acompañarlos y animarlos
hasta el fin del mundo.
Con su ayuda serán testigos del encuentro
con Él, de su Palabra y de sus gestos de acogida y misericordia para con todos,
de modo que muchas otras personas puedan conocerlo y formar juntas el nuevo
pueblo de Dios fundado en el mandamiento del amor.
Podríamos decir que la alegría de Dios
consiste precisamente en estar conmigo, contigo, con nosotros cada día, hasta
el final de nuestra historia personal y de la historia de la humanidad.
Pero ¿es así? ¿Es realmente posible
conocerlo? Él «está a la vuelta de la esquina, está junto a mí, junto a ti. Se
esconde en el pobre, en el despreciado, en el pequeño, en el enfermo, en quien
pide consejo, en quien no tiene libertad. Está en el feo, en el marginado Así lo dijo: "Tuve hambre y me
disteis de comer..." (cf.
Mt 25, 35). … Aprendamos a descubrirlo allí
donde está». Está presente en su
Palabra, que renueva nuestra existencia si la ponemos en práctica; está en
todos los puntos de la tierra en la Eucaristía, y actúa también a través de sus
ministros, servidores de su pueblo. Está presente cuando generamos concordia
entre nosotros (cf.
Mt 18,20); entonces nuestra oración al Padre es más
eficaz y encontramos luz para las decisiones de cada día.
«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»
Cuánta
esperanza da esta promesa, que nos anima a buscarlo en nuestro camino. Abramos
el corazón y las manos para acoger y compartir, personalmente y como comunidad:
en las familias y en las iglesias, en los lugares de trabajo y en las
celebraciones, en las asociaciones civiles y religiosas. Encontraremos a Jesús,
y Él nos sorprenderá con alegría y luz, signos de su presencia.
Si cada mañana nos levantamos pensando:
«Hoy quiero descubrir dónde quiere encontrarme Dios», podremos hacer también
nosotros una experiencia gozosa, como esta:
«La madre de mi marido le tenía mucho
apego a su hijo, y llegaba a tener celos de mí. Hace un año le diagnosticaron
un tumor: necesitaba tratamiento y asistencia que su única hija no estaba en
condiciones de darle. Por aquel entonces participé en la Mariápolis, y el
encuentro con Dios Amor me cambió la vida. La primera consecuencia de esta
conversión fue la decisión de acoger a mi suegra en casa, superando todo temor.
La luz que se me había encendido en el corazón en aquel encuentro me hacía
verla con ojos nuevos. Ahora sabía que en ella estaba cuidando y asistiendo a
Jesús. Ante mi sorpresa, ella me devolvía cada uno de mis gestos con el mismo
amor. Transcurrieron meses de sacrificio y, cuando mi suegra se fue al cielo
serenamente, dejó la paz en todos. En esos días me di cuenta de que estaba
esperando un hijo, que hacía nueve años que deseábamos. Este hijo es para
nosotros el signo tangible del amor de Dios».
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